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jueves, 19 de junio de 2014

Go West




Cuando yo era pequeña, dos tristes canales de televisión se bastaron y sobraron para crear una generación de cinéfilos y cimentar, a base de cine clásico, un imaginario que acunó mi infancia y no me ha abandonado jamás.
En La Clave ponían un cine muy serio que comentaban unos señores muy serios que fumaban. Allí vi por primera vez -nunca lo olvidaré- Farenheit 451, película que no entendí del todo pero que desde entonces me mantiene horrorizada y fascinada a partes iguales.
Pero los sábados por  la tarde -¡ay, los sábados por la tarde!- eran territorio de las "películas de". Películas de guerra, películas de aventuras (de caballeros con espada, de piratas o de lugares exóticos, siempre con Errol Flynn o con Burt Lancaster y un mudo...) y -¡Tachaaaaaaaaan!- películas del oeste. Ya fuesen de pistoleros, indios, cowboys o pioneros, las pelis del oeste me transportaban a un lugar que olía a polvo del desierto, donde se bebía güisqui y donde se saldaban los encontronazos a tiro limpio.
En unas se libraban batallas entre indios y soldados o entre indios y granjeros, en las otras entre rancheros y ganaderos, las fuerzas de la ley y los forajidos, el sheriff y el alcohol, la moralidad imperante y el pensamiento libre...la vida misma, oiga, me visitaba en mi salón.








Muchos de estos sábados por la tarde yo tenía un caballo que venía cuando le silbaba y un rancho en el que luchaba contra las inclemencias del tiempo y un vecino ganadero muy, muy malo y un párroco borrachín y un sheriff ceñudo de misterioso pasado. Me hacía la ropa y un vestido especial para acudir al baile y algún extraño venía a trastocar la pacífica vida del pueblo cercano, donde una tienda abastecía de todo y el Saloon adelantaba lo último en sicalipsis francesa.
Aún hoy soy una gran fan del western, sobre todo de ese que llaman "crepuscular", me encantan Sin perdón, El jinete pálido, Bailando con lobos, Desapariciones ... pero no de la misma manera que me impactaron Caravana de mujeres (aquella señora italiana, viuda, que deambulaba con una naranja en la mano...), Johnny Guitar (cumbres borrascosas y desérticas), Centauros del desierto (los sentimientos encontrados del tío Ethan), Murieron con las botas puestas, Río Bravo...mitos en glorioso blanco y negro o en grandioso tecnicolor.
Ahora, mi Oeste particular pasa por la página impresa.
Gracias a Hoja de lata podemos disfrutar de las maravillosas cartas de Elinore Pruitt Stewart (ya os lo había comentado), pero también está ahí la Trilogía de la pradera de Willa Cather (si queda alguien que no haya leído Mi Ántonia, que aproveche los largos días de verano) o los libros de Ivan Doig, que ha sido mi último descubrimiento.
Una temporada para silbar me ha dejado con la misma sensación de las películas de antaño, con una sonrisa en la boca y un paisaje inmenso donde construir mi casa, con amplios horizontes, mar de hierba y un cielo inabarcable.
Es una novela sencilla y a la vez grandiosa, con una gran capacidad de transmitir mucho con frases concisas, nutrida de personajes para incorporar al panteón de amigos de papel que se mueven por las praderas.
Me encanta comprobar que sigue vivo mi gusto por el Oeste.