Porque no lo puedo evitar.
Es como la necesidad de chocolate olas bajadas de azúcar. Es algo que te pide el cuerpo y que más te vale que le des.
Dickens en sí no me cae demasiado bien. Era egoísta y maníatico, grandilocuente, amanerado y voluble... pero también era un trabajador incansable, un observador excepcional y un narrador inmenso. Con lo que vivía y veía modeló la realidad hasta hacerla bigger than life, con fragmentos del mundo recreó la vida y la hizo interesante y adictiva. Sus libros son tan divertidos como tristes y tan realistas como increíbles. Sus historias son enrevesadas y sus personajes transparentes, sus tramas peregrinas y sus criaturas cercanas.
Con una maestría excepcional renovó el conocimiento colectivo y regaló al público ( no sólo a sus lectores) una mitología plural, ideal para el advenimiento de la edad moderna.
Con unos meses en una fábrica de betún ( de un pariente, ojo, y dónde se dedicaba a poner etiquetas a los botes), la leyenda de haber vivido en la cárcel para deudores (tiempo que él pasó en casa de unas amistades de la familia), un padre tarambana y numerosos cambios de residencia, todas ellas experiencias de las que no le gustaba hablar, estableció un nuevo paradigma literario con niños - niños desgraciados, para colmo- como protagonistas colocados en el salvaje escenario callejero del Londres victoriano, adultos insensatos y desvalidos, almas oscuras de supervivientes extremos y voluntades firmes con ánimo de prosperar contra viento y marea.
A mi, Dickens me ayuda con la vida. Me hace reir y me hace llorar.