Supongo que hacerse mayor
es ir cerrando asuntos. Olvidar cosas. Finiquitar.
Hay a quien le cuesta más
y a quien le cuesta menos. Hay quien, incluso, deja alguna puerta
abierta o una ventana entornada entre el sueño y el recuerdo, las
luces de la vigilia y la realidad.
A veces pensamos que esa
imagen que nos estremece emergió de una noche de pesadilla cuando es
una vivencia puesta a secar. Otras, recordamos cosas con tal claridad
que nos resulta imposible creer que no fuese cierto, que no
protagonizáramos tan maravilloso recuerdo.
Neil Gaiman es único
moviéndose en esa zona deshilachada y deslavazada, recordándonos al
niño que fuimos y aquella lejana participación en la magia, el
duermevela de nuestra infancia que aún se agazapa en nuestro cerebro
reptiliano... Gaiman apunta directo a esa parte nuestra que se
pregunta “¿quién anda ahí?” cuando el viento acaricia nuestros
cabellos.
Limitar el trabajo de
Gaiman a un género es arrancarle las patas a la araña y decir que
se ha quedado sorda. Sus trabajos anteriores ya nos han enseñado que
para que nuestra mente levante el vuelo no hay que perder del todo de
vista la tierra y por muy extraño y fantástico sea lo que nos
explica, en el fondo, es tan verosímil como una agenda.
En El océano al final
del camino, el narrador
atraviesa una especie de portal de los recuerdos tras asistir a un
funeral (¿qué nos convierte, de golpe, en adulto mejor que un
funeral? Los funerales eliminan distancias entre la muerte y
nosotros mismos, poniéndonos en primera y descarnada línea de
desaparición. Un funeral parece señalarte con un dedo huesudo y
gritar”tú serás el siguiente”). Vestido de luto, conduce por
la campiña inglesa y prácticamente naufraga en los parajes en los
que vivió unos años de su infancia. La casa de su familia ya no
existe, pero el paisaje le da la bienvenida y sacude sus recuerdos.
Nuestro
narrador fue un joven solitario, lector voraz en una casa que ha de
alquilar un cuanto para huéspedes a fin de subsistir. Esta
habitación la ocupa un minero australiano que, con su terrenal
presencia activa, sin saberlo, toda una cadena de acontecimientos.
Nada más aparecer, enfrenta a nuestro pequeño protagonista con la
muerte, violenta, inesperada, y con la imposibilidad de sustituir lo
que ha desparecido aunque, curiosamente, su desaparición, desencadene
la magia.
El
narrador recuerda a las extrañas vecinas que vivían en la casa más
cercana a la suya, la granja de las Hempstock, tres generaciones
femeninas de una misma familia, y cómo se hizo amigo de la pequeña
Lettie. Recuerda el pequeño estanque que su amiga consideraba un
océano y rememora las historias que le contó y las peripecias que
compartieron.
Y
es que, como muy bien nos relata Gaiman, la infancia no es tan simple
como ir al colegio, jugar en la calle y ser querido. La infancia
también contiene oscuridad, miedo y superación. Si no, nadie
querría ser adulto.
La
infancia es terreno abonado para los miedos y las tristezas porque
nuestro pensamiento mágico aún no ha sido sepultado por
preocupaciones tangibles y problemas concretos. Cualquier adulto
imaginativo lo recuerda, porque es precisamente la imaginación, la
capacidad de suspender la incredulidad, la que nos acerca al lector
que somos, al niño que fuimos, es lo que nos permite disfrutar de
libros como este.
Y es que Gaiman es imaginativo pero no iluso, y sabe muy bien a qué altura sostener el candil para que veamos el camino que abre ante nosotros. Su voz, cotidiana y reconocible nos lleva por vericuetos que creíamos olvidados y rescata el eco de aquellas sombras que poblaron nuestra habitación infantil, que se han tornado en horas extras para mantener a la familia, presupuestos impagables para reparaciones imprescindibles, pérdida de amigos, desazón inexplicable.
Gaiman
nos recuerda la magia, buena y mala, y que a veces hay que hacer lo
que hay que hacer. Lo que aprendemos, permanece y nos impulsa hacia
la edad adulta. Una edad adulta que hunde sus cimientos en la magia
pasada.
Neil Gaiman, El océano al final del camino.
Roca
Editorial; Barcelona, 2013,
ISBN:
978-84-9918-657-3
2 comentarios:
Una intimista y preciosa reseña. Del autor no he leído nada, y ni me lo había planteado hasta ahora...
Un saludo,
Gracias, Carmen.
Yo tengo cierta debilidad por Gaiman. No es, ni mucho menos, el mejor escritor del mundo, pero tiene una manera de recordarnos el niño que llevamos dentro que realmente engancha.
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