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martes, 5 de noviembre de 2013

El océano al final del camino: sobrevivir a la infancia.


Supongo que hacerse mayor es ir cerrando asuntos. Olvidar cosas. Finiquitar.
Hay a quien le cuesta más y a quien le cuesta menos. Hay quien, incluso, deja alguna puerta abierta o una ventana entornada entre el sueño y el recuerdo, las luces de la vigilia y la realidad.
A veces pensamos que esa imagen que nos estremece emergió de una noche de pesadilla cuando es una vivencia puesta a secar. Otras, recordamos cosas con tal claridad que nos resulta imposible creer que no fuese cierto, que no protagonizáramos tan maravilloso recuerdo.
Neil Gaiman es único moviéndose en esa zona deshilachada y deslavazada, recordándonos al niño que fuimos y aquella lejana participación en la magia, el duermevela de nuestra infancia que aún se agazapa en nuestro cerebro reptiliano... Gaiman apunta directo a esa parte nuestra que se pregunta “¿quién anda ahí?” cuando el viento acaricia nuestros cabellos.
Limitar el trabajo de Gaiman a un género es arrancarle las patas a la araña y decir que se ha quedado sorda. Sus trabajos anteriores ya nos han enseñado que para que nuestra mente levante el vuelo no hay que perder del todo de vista la tierra y por muy extraño y fantástico sea lo que nos explica, en el fondo, es tan verosímil como una agenda.





En El océano al final del camino, el narrador atraviesa una especie de portal de los recuerdos tras asistir a un funeral (¿qué nos convierte, de golpe, en adulto mejor que un funeral? Los funerales eliminan distancias entre la muerte y nosotros mismos, poniéndonos en primera y descarnada línea de desaparición. Un funeral parece señalarte con un dedo huesudo y gritar”tú serás el siguiente”). Vestido de luto, conduce por la campiña inglesa y prácticamente naufraga en los parajes en los que vivió unos años de su infancia. La casa de su familia ya no existe, pero el paisaje le da la bienvenida y sacude sus recuerdos.

Nuestro narrador fue un joven solitario, lector voraz en una casa que ha de alquilar un cuanto para huéspedes a fin de subsistir. Esta habitación la ocupa un minero australiano que, con su terrenal presencia activa, sin saberlo, toda una cadena de acontecimientos. Nada más aparecer, enfrenta a nuestro pequeño protagonista con la muerte, violenta, inesperada, y con la imposibilidad de sustituir lo que ha desparecido aunque, curiosamente, su desaparición, desencadene la magia.
El narrador recuerda a las extrañas vecinas que vivían en la casa más cercana a la suya, la granja de las Hempstock, tres generaciones femeninas de una misma familia, y cómo se hizo amigo de la pequeña Lettie. Recuerda el pequeño estanque que su amiga consideraba un océano y rememora las historias que le contó y las peripecias que compartieron.




Y es que, como muy bien nos relata Gaiman, la infancia no es tan simple como ir al colegio, jugar en la calle y ser querido. La infancia también contiene oscuridad, miedo y superación. Si no, nadie querría ser adulto.
La infancia es terreno abonado para los miedos y las tristezas porque nuestro pensamiento mágico aún no ha sido sepultado por preocupaciones tangibles y problemas concretos. Cualquier adulto imaginativo lo recuerda, porque es precisamente la imaginación, la capacidad de suspender la incredulidad, la que nos acerca al lector que somos, al niño que fuimos, es lo que nos permite disfrutar de libros como este.






Y es que Gaiman es imaginativo pero no iluso, y sabe muy bien a qué altura sostener el candil para que veamos el camino que abre ante nosotros. Su voz, cotidiana y reconocible nos lleva por vericuetos que creíamos olvidados y rescata el eco de aquellas sombras que poblaron nuestra habitación infantil, que se han tornado en horas extras para mantener a la familia, presupuestos impagables para reparaciones imprescindibles, pérdida de amigos, desazón inexplicable.

Gaiman nos recuerda la magia, buena y mala, y que a veces hay que hacer lo que hay que hacer. Lo que aprendemos, permanece y nos impulsa hacia la edad adulta. Una edad adulta que hunde sus cimientos en la magia pasada.




Neil Gaiman, El océano al final del camino.
Roca Editorial; Barcelona, 2013,

ISBN: 978-84-9918-657-3

2 comentarios:

Carm9n dijo...

Una intimista y preciosa reseña. Del autor no he leído nada, y ni me lo había planteado hasta ahora...
Un saludo,

Samedimanche dijo...

Gracias, Carmen.
Yo tengo cierta debilidad por Gaiman. No es, ni mucho menos, el mejor escritor del mundo, pero tiene una manera de recordarnos el niño que llevamos dentro que realmente engancha.